sábado, 27 de noviembre de 2010

Los catalanes y el catalán # Segunda parte: la regla de oro

En Catalunya existe una regla no escrita que dice que cuando dos personas se conocen hablando en un idioma, se comunicarán en ese idioma por siempre jamás. Esto tiene cierta lógica, porque con los amigos resulta extraño andar cambiando de idioma así nomás. Sin embargo, este axioma da origen a una serie de situaciones curiosas:

A)     Dos personas hablan correctamente el catalán, pero su lengua materna y en la que mejor se expresan es el castellano. Pongamos que se conocen en un grupo de gente que habla catalán: en ese caso empezarán a hablar en ese idioma, y si después vuelven a verse seguirán haciéndolo aunque les resulte menos cómodo. Incluso si se ven a solas. Incluso si empiezan a salir juntos... forman una pareja, se casan, tienen hijos.

Sólo los hijos consiguen, en algunos casos, hacer que los padres revisen los hábitos lingüísticos una vez establecidos.

B)       Un barcelonés (para ser originales pongámosle Jordi) organiza una fiesta o reunión grande, como un cumpleaños, a la que invita diferentes grupos de amigos. Por un lado están los del instituto (la secundaria), con los que habla en catalán, que es la lengua materna de la mayoría de ellos; por otro los de la universidad, donde con algunos habla en catalán y con otros en castellano. Y por último los del trabajo, con los que habla en castellano.

Cuando surja una conversación entre todos ellos, Jordi irá cambiando de idioma a cada momento: se dirigirá en catalán a sus amigos del instituto, en castellano a los del trabajo, y en uno u otro idioma a los de la universidad, según corresponda en cada caso. Pero ahí no termina la cosa, porque los amigos de Jordi al hablar entre ellos cambiarán también de idioma constantemente. Si por ejemplo Pau, uno de los del instituto, empieza a hablar en castellano con Eva, del grupo del trabajo, lo seguirá haciendo durante toda la conversación, aunque por el camino oiga a Eva conversar en perfecto catalán con Marina, de la universidad.

C)      Laia y Judit son dos amigas de la infancia, ambas catalanas. Salen a cenar con Pere, el hermano Judit, y Christina, su novia alemana. Christina hace pocos meses que está en Barcelona y todavía no entiende casi nada de catalán. Por lo tanto todos hablarán con ellas en castellano, idioma en el que se defiende bastante bien. Pero Laia, Judit y Pere, cuando se dirijan directamente a uno de los otros, lo harán como toda la vida, en catalán. Para ellos sería inimaginable mantener una conversación en castellano –no por un tema ideológico, sino porque sería como hablar con un desconocido, como si de repente empezaran a tratarse de Usted.

Pero como son unos jóvenes amables y bien educados, buscarán la manera de hacer que Christina no se sienta excluida. Probablemente usarán uno o más de los siguientes trucos:
  • Hablar de forma genérica, para el grupo, con lo cual el castellano “está permitido”.
  • Dirigirse preferentemente a Christina, que en realidad es la novedad en la mesa (total, los demás ya se conocen de toda la vida).
  • Hablar entre ellos en catalán, pero ir traduciéndole la conversación a Christina.

O sea, trabajarán el doble con tal de no violar la regla de oro.

Los catalanes y el catalán # Primera parte: el català és fàcil!

Así rezaba un anuncio televisivo que intentaba promocionar el uso del catalán entre los inmigrantes. No llegué a ver el anuncio, pero según me contaron, el protagonista era un joven chino, que en realidad era el dueño de un restaurante (chino, claro) y no hablaba más que unas pocas palabras de catalán. (Sí fui a cenar al restaurante, por cierto, y era excelente. Quizá todavía lo sea). 

Cualquier persona que pretenda instalarse en Barcelona por un tiempo más o menos prolongado se encontrará ante un hecho patente: los barceloneses son catalanes, y los catalanes (como dice un catalán amigo mío) tienen la mala costumbre de hablar en catalán.

En cualquier otra parte de Catalunya esto no se discute. No es imposible vivir allí sin hablar catalán, pero resulta engorroso, altamente incapacitante y desde luego muy limitante para la vida social e incluso laboral. En Barcelona, en principio, no es tan así. Buena parte de la población no es de origen catalán, y utiliza el castellano como lengua principal en sus intercambios cotidianos. Sin embargo, con el tiempo se hace evidente que aun en la capital, la vida es mucho más sencilla si uno habla catalán, o al menos lo entiende correctamente.

Con el catalán se da algo que no se plantea con casi ninguna otra lengua local: los extranjeros (y en este término incluyo a todos los no catalanes, sean o no españoles) deben decidir si lo aprenden o no. Y en Barcelona se dan todas las respuestas posibles. En un extremo están los que desde el primer momento hacen todo lo posible por empaparse del nuevo idioma: se inscriben en cursos, se relacionan con la gente local, miran la televisión en catalán, preguntan el significado de las palabras, se fijan en los carteles bilingües, y a la primera oportunidad tratan de soltar algunas frases. En el otro extremo están los que viven la mayor parte de su vida en Catalunya sin hablar una palabra de catalán, y lo hacen con el orgullo de quien se resiste a una imposición dictatorial.

Los catalanes, por supuesto, son muy sensibles a estas actitudes. Lo primero que hacen cuando se notan que alguien es “de afuera” es preguntarle: ¿y cómo llevas el catalán? Es una pregunta de sondeo. La respuesta correcta para un recién llegado es “estoy aprendiendo”. Y si puede ser, decirlo con una sonrisa, y en catalán: estic aprenent. Con este sencillo gesto demostrará saber dónde ha aterrizado, tener sensibilidad por los asuntos locales, y se ganará la simpatía de su interlocutor. A menudo, ni siquiera se le exigirá que lo llegue a aprender realmente: bastará con esta demostración inicial de buena voluntad.

La habilidad lingüística básica que valoran los catalanes en un extranjero es la comprensión. Para ellos es fundamental poder hablar y ser entendidos en catalán: no es tan importante en qué idioma les contesten. Lo que más les duele es, estando en su propia tierra, tener que cambiar de idioma ante alguien "de afuera". Con los recién llegados son un poco más condescendientes, pero con quienes ya han cumplido un plazo de adaptación que ellos consideran razonable usarán el catalán “por defecto”.

El tópico es que los catalanes siempre contestan en catalán, aunque les hablen en castellano. Esto se suele atribuir a una cuestión ideológica, o a que los catalanes “son muy suyos” o “tienen mala leche”. En algunos casos es así, hay gente que piensa que los que vienen de afuera deben entender lo antes posible que la legua local es el catalán, y que deberán aprenderla para ser aceptados. Pero en muchos casos se debe a otras causas. En primer lugar, a que como ya dije hay muchas personas que viven en Catalunya desde hace años, o incluso han nacido allí, y no hablan catalán, pero lo entienden perfectamente. Por ese motivo, los catalanes están muy acostumbrados a mantener diálogos bilingües, y a menudo no piensan que alguien que se dirige a ellos en castellano no entienda una respuesta en catalán. Y también hay catalanes –unos pocos en Barcelona, pero bastantes en el resto de Catalunya– que no hablan castellano, que cuando lo intentan les sale realmente mal, y por ello prefieren expresarse en su lengua. Todos entienden perfectamente el castellano, y no suelen tener problema en recibir una contestación en ese idioma, pero no lo hablarán a no ser que no les quede otro remedio.

En cualquier caso, si uno tiene intención de vivir en Barcelona, lo más recomendable es aprender catalán. No sólo tendrá acceso a más y mejores puestos de trabajo; también le facilitará los estudios de cualquier tipo, y su vida social será mucho más rica. Si bien es cierto que los catalanes pueden llegar a ser un tanto discriminadores con los que no hablan su idioma, también es cierto que premian enormemente a los extranjeros que lo aprenden. Cuando uno habla catalán, queda integrado casi de inmediato a la sociedad catalana. En Catalunya, es el idioma el verdadero pasaporte a ser aceptado, y una vez superado ese aspecto quedan en segundo plano cuestiones como la raza, la religión o el lugar de origen.

Y además, los hablantes del castellano (igual que los del francés, italiano o cualquier lengua romance) tienen una ventaja muy grande, ya que probablemente les resultará bastante sencillo aprender catalán. Eso sí: como cualquier idioma tiene sus complicaciones, requiere un mínimo de esfuerzo e interés, y se aprende de forma mucho más rápida y completa si se estudia un poco.

Así que, aunque sea un eslogan, créanlo: el català és fàcil.

sábado, 30 de octubre de 2010

Quino y los porteños


Poco después de instalarme en Buenos Aires, me asaltó la idea de que los porteños se parecen a los dibujos de Quino. Me dirán que es una sugestión, o lo que quieran. Lo cierto es que no me había pasado nunca, en ninguna otra parte.

No hablo de los niños: ni de Mafalda, ni de ninguno de sus compañeritos. A decir verdad, los niños le salen un tanto monstruosos. Convengamos que encontrarse por ahí con un niño igual a Felipe o una niña calcada a Mafalda sería una experiencia un tanto perturbadora. Evidentemente está hecho a propósito: su apariencia de adultos en miniatura es muy acorde con las cosas que dicen, hacen y piensan. Lo que tienen de infantil es, justamente, que hacen y dicen lo que piensan, dejando en evidencia la hipocresía y el sinsentido del mundo adulto.

Quizá por eso mismo, los adultos resultan bastante más creíbles; a los padres de Mafalda, sin ir más lejos, uno se los puede imaginar en carne y hueso. Y los tipos anónimos que aparecen en el resto de sus viñetas… están vivos, literalmente. La ropa, los gestos, las expresiones, todo.

Pero volvamos a la particular experiencia que me llevó a escribir esta entrada. 

Los pongo en situación: voy por la ciudad, a bordo (cómo no) de un colectivo, mirando por la ventana y pensando en cualquier cosa, y de repente… ¡zas!  veo un personaje de Quino. Puede ser una señora más bien regordeta, de tapado, cartera y tacos, con expresión de resignación o desconfianza en el rostro. O un viejito esmirriado, poquita cosa, luchando contra el viento con su uniforme de gorra y bufanda enroscada. Les juro que veo su caricatura, los trazos sencillos, como dibujados a birome. Al principio soltaba la carcajada; ahora, más acostumbrado, me quedo en una sonrisa.

Por si alguien lo dudaba: Quino es un genio.


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Página oficial de Quino // Quino y Mafalda en Wikipedia // Mafalda // Viñetas de Quino en El País Semanal

viernes, 29 de octubre de 2010

Un passeig per la Rambla

Cualquier turista que se precie, en cuanto pone un pie en Barcelona, se dirige inmediatamente a la Rambla1.  Es más: para muchos, que viajan por poco tiempo –y con pocas ideas–, es casi lo único que conocen de la ciudad. Por eso las Ramblas, como se las conoce popularmente, están repletas de gente, siempre. Todos los días del año y cualquier hora del día o de la noche.

Nada más llegar del aeropuerto, los visitantes entran a las Ramblas por Plaça Catalunya, Por el camino serán víctimas de las más diversas estafas y atropellos… con total consentimiento por su parte, o más bien con ferviente entusiasmo. De hecho, una vez de regreso en sus lugares de origen recordarán extasiados este paseo como una de las experiencias más sublimes de sus vidas. Y, en cuanto puedan, volverán por más.

Tras refrescarse en la Fuente de Canaletes, se aglomerarán maravillados alrededor de las decenas de músicos, estatuas humanas y performers varios que irán encontrando a cada paso. Como el mítico Maradona de las Ramblas, un tipo que se gana la vida exhibiendo sus habilidades con el balón. O la esperpéntica Carmen de Mairena, una travesti vieja y gorda vestida con traje típico andaluz, y con tantos kilos de silicona como de maquillaje. Comprarán camisetas del Barça y souvenirs de todo tipo en las tiendas.
 
Los más conservadores en sus gustos culinarios comerán una hamburguesa en uno de los varios McDonald’s o Burger Kings. Los más osados, en cambio, se sentarán en la terraza de algún restaurante para degustar una paella. O lo que ellos creen que es una paella. Porque en realidad, por su sabor y textura, los sucedáneos que allí se sirven están más cerca del plástico que del arroz y el marisco.

Caerán en el timo (estafa) de los trileros, serán robados por los expertos carteristas –en su mayoría adolescentes marroquíes– y seducidos por las prostitutas nigerianas que literalmente se abalanzan sobre los hombres que pasan por allí, especialmente si son rubios y están borrachos.

Es imposible saber a priori cuántos turistas serán capaces de superar estas duras pruebas y alcanzar, por fin, el final de las Ramblas.  Pero sí sabemos lo que hacen los que llegan hasta allá. Muchos se sientan a descansar al pie de la estatua de Cristóbal Colón. Quizá algunos, exhaustos después tantas emociones, den por finalizado el paseo. Pero la mayoría no: continúan caminando en línea recta. Y tampoco se detienen al llegar al borde del Mediterráneo. No se sabe bien si por pura inercia, o porque interpretan el gesto de Colón como una indicación dirigida especialmente a ellos, la mayoría siguen adelante. Y obtienen su recompensa: atravesando un impresionante puente llegan al no menos impresionante Maremàgnum. Es el paraíso de cualquier turista: de día, un centro comercial; de noche, un complejo de bares, pubs y discotecas.

Pero claro: no basta con llegar hasta ahí. Después hay que regresar al punto de partida. Cruzar el puente, volver atrás desafiando al dedo de Colón, y atravesar todas las Ramblas en sentido contrario. Hay que añadir que los que vuelven del Maremàgnum, sobre todo por la noche, no lo hacen en las mejores condiciones físicas. Así, los turistas ebrios son presa fácil de los carteristas y las prostitutas ya mencionados, así como de otros personajes que aparecen a esas horas, como el infaltable paki, vendiendo latas de "cerveza-beer-amigo" y –dicen los que entienden de de estos temas– sustancias psicoactivas de todo tipo.

En fin: creo que no hace falta decir que cuando uno lleva un tiempo viviendo en Barcelona, aprende a huir de las Ramblas como de la peste. El auténtico barcelonés se distingue porque sólo aparece por ahí cuando no le queda más remedio, y casi siempre cruzando de forma transversal –¡oh, sacrilegio! – en su trayecto entre barrios aledaños, o bien recorriendo a toda prisa los primeros 100 metros, los que separan la boca de metro de las callejuelas de acceso al Barrio Gótico, a la izquierda, o al Raval, a la derecha. Sin embargo es indudable que ejercen una especie de magnetismo: por más que intente evitarlas, uno siempre termina yendo a parar a las Ramblas.

Efectivamente, queridos lectores, lo adivinaron. Por mucho que las critique, estando lejos las extraño: esa es la pura verdad. Qué carajo. Son maravillosas las Ramblas.



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1Lo mismo hacen los turistas en Montevideo, con una diferencia importante: en Barcelona la Rambla no es un paseo junto al mar como en Uruguay. A eso en España se le llama Paseo Marítimo. Etimológicamente, una rambla es el lecho de un río que o bien se ha secado o bien sigue fluyendo de forma subterránea. Por extensión, en España se le dice así a un paseo, generalmente peatonal, construido sobre dicho cauce. Por lo tanto suelen ser paseos arbolados y muy lindos, pero nunca, jamás, podrán estar al borde del mar… justamente porque los ríos no corren junto al mar, sino perpendicularmente a él.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Las dos orillas

I.
En el imaginario de los montevideanos, Buenos Aires ocupa un lugar similar al que los uruguayos del interior otorgan a Montevideo. Es sinónimo de bullicio, de vida cultural, de lugar grande y peligroso. En definitiva, es sinónimo de gran ciudad, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. Viajar a Buenos Aires siempre tiene algo de aventura, de excitación. En Buenos Aires hay una gran variedad de todo: de ropa, de espectáculos, de comidas, de libros, de gente (en particular, para los hombres, está llena de mujeres; evidentemente también está llena de hombres, pero nunca escuché a ninguna mujer resaltar este aspecto). También está el riesgo: el riesgo de ser asaltado, secuestrado, estafado, o simplemente chamuyado (el chamuyo forma parte de la esencia del porteño, y consiste en envolverlo todo con una palabrería florida que lo vuelve más atractivo de lo que sería sin ese adorno. En algún momento dedicaré una entrada a este tema). O el riesgo de perderse, de tomarse el subte equivocado, de agarrar para el lado contrario en la calle Florida (las primeras veces que vine me pasaba sistemáticamente: sobre todo cuando entraba a algún comercio, al salir arrancaba siempre a caminar en la dirección contraria, con lo cual en vez de avanzar volvía involuntariamente sobre mis pasos, a veces durante varias cuadras, hasta darme cuenta de mi error).




Buenos Aires es la "ciudad de las luces" de esta parte del mundo. Todo el tiempo están pasando cosas, y uno siempre tiene la sensación de estárselas perdiendo. La noche siempre es joven. Los barrios son infinitos, y es imposible recorrerlos todos. Cada uno tiene su propio centro, con shoppings (centros comerciales), cines, restoranes (restaurantes), pubs, tanguerías y demás.
Por todo esto, el montevideano contempla Buenos Aires con sensaciones encontradas. Con anhelo, admiración y deseo, pero también con recelo y desconfianza. El recelo es una mezcla de envidia hacia una ciudad que indiscutiblemente le da mil vueltas a la propia, de miedo y desconfianza hacia un lugar mucho más grande que lo que están acostumbrados a abarcar, y también de antipatía hacia los porteños. Para el gusto montevideano los porteños son ruidosos y prepotentes. Cuando viajan a Uruguay se comportan (según el sentir popular) como si estuvieran en una provincia simpática, como si fueran los dueños de todo. Y si no son los dueños, pueden serlo: esa actitud tuvo su pico durante la época del “uno a uno” menemista (cuando un peso argentino equivalía a un dólar), y queda ejemplificada en la frase: "qué lindo ____… ¿cuánto cuesta?" (el espacio en blanco puede llenarse con cualquier cosa: casa/restorán/monumento/lo que sea). 
En resumen, dicho con acento montevideano y tono despectivo, los porteños son… alegres.
Además se sabe que los porteños “nos roban” todo: el mate, el tango, Gardel, el asado, el dulce de leche, los futbolistas (ya no tanto: ahora nos los roban los europeos), las minas…  en fin: sin comentarios.
Atraídos por sus muchas cualidades, constantemente llegan a Buenos Aires personas de todas partes (del interior de Argentina, de otros países latinoamericanos, de Europa o de Extremo Oriente) a instalarse en la capital porteña. También uruguayos, por supuesto. Los uruguayos, como en todas partes, están pero no se ven. No se ven –no se nos ve–, como en otros lugares, porque somos pocos en relación a la población general y porque no formamos colectividades. Pero además, en Buenos Aires pasamos inadvertidos porque, mal que nos pese, somos bastante parecidos: tanto en el habla como en el comportamiento no son tantas las diferencias, y las pocas que hay se van limando rápidamente con el tiempo, a medida que uno se va integrando.
En todo caso, son unos cuantos los montevideanos que se ven tentados a dar el salto a la gran urbe. Al cabo del tiempo, sin embargo, se van dando cuenta de que todo ese lustro que sus ojos veían en Buenos Aires era una fina capa superficial. Las grandes avenidas que tanto nos impresionaban se convierten en ruidosos lugares de paso. Ya no resulta tan emocionante ir de compras por Florida, caminar por Corrientes o la 9 de Julio, cenar en Palermo o ir a ver un partido en La Bombonera. Esos nombres, que aun para el uruguayo más porteñófobo están cargados de fantasía, para el que vive acá son lugares comunes. Y uno que pensaba que iba a vivir metido en tiendas de ropa, librerías, restoranes y teatros, se da cuenta de que eso era cuando venía de turista por unos días, pero que cuando se vive acá son lujos que la gente se permite sólo de vez en cuando, cuando tiene tiempo, plata y ganas. Entonces empiezan a extrañar la tranquilidad de Montevideo, la sencillez de su gente, ir a tomar mate a la Rambla o encontrarse con los amigos en la calle por casualidad, en vez de tener que planear el encuentro agenda en mano y con un mes de antelación.


II.
Para los porteños, en cambio, Montevideo es símbolo de paz y tranquilidad, de lugar pintoresco, donde se puede ir caminando a casi todas partes, o a lo sumo viajar media hora en ómnibus, que encima en las horas pico parecen vacíos en comparación con los colectivos porteños. Les fascina la costumbre uruguaya de ir con el mate a todas partes, la presencia de los guardas en los ómnibus, la Rambla, la afabilidad y humildad de la gente, el candombe, los chivitos. Además, en Montevideo queda mucho más cerca la playa, los miles de quilómetros de playas, desde las urbanas de Montevideo hasta las paradisíacas de Rocha.




Así, muchos porteños se ven tentados a cruzar el charco e irse a vivir a Montevideo, la hermana menor, la Buenos Aires chiquita. Pero como es lógico, al cabo de un tiempo se dan cuenta de que esa “tranquilidad” montevideana que les resultaba relajante va adquiriendo una cualidad opresiva. La gente no camina tan apurada por la calle porque no hay nada para hacer, no hay un lugar al que llegar. Cuando uno intenta hacer algo, o necesita que le hagan un trabajo, se encuentra siempre con el “bueno, sí, para la semana que viene lo tengo”. El hecho de que sea una ciudad chica donde todo el mundo se conoce hace que los montevideanos se comporten siempre como si estuviera siendo observados, casi se puede decir que filmados. Nunca gritan, ni se visten de forma demasiado estridente: todos sus movimientos se ven atenazados por un permanente miedo al ridículo. Además, el trabajo escasea, con lo cual los afortunados que se hacen con un puesto mínimamente estable se aferran a él con uñas y dientes: por eso el montevideano más auténtico es el funcionario público.
Nada cambia jamás. El bar aquél donde te comiste aquél chivito hace veinte años, cuando viniste por primera vez de vacaciones, sigue estando en el mismo lugar. Es más: siguen estando las mismas mesas y sillas (cada vez más desvencijadas), los mismos suelos (cada vez más mugrientos), las mismas paredes (con la pintura cada vez más descascarada), y el mismo mozo (cada vez más viejo) te toma el pedido repitiendo los mismos chistes (que cada vez resultan menos divertidos). A veces hasta el propio chivito parece que hubiera sido cocinado hace veinte años.
Para colmo, después de muchas horas de charla, los amables y simpáticos montevideanos se van transformando en personajes oscuros. Su humor se vuelve cínico y destructivo; su simpatía se tiñe de amargura; su conversación se vuelca en la vida de los otros, oscilando entre la crítica y el chusmerío; y finalmente empiezan a quejarse amargamente de las limitaciones de su país, evocando con nostalgia lo que fue e imaginando entre suspiros de lo que pudo haber sido.
Ah, y la rambla es muy linda en verano... pero en invierno hace un frío de la puta madre, así que más vale no acercarse a menos de 3 cuadras.

III.
Así, los rioplatenses realmente sabios pronto descubren que hay que vivir en las dos ciudades al mismo tiempo. Que la algarabía de Buenos Aires pierde su brillo y se convierte en un barullo estresante si no se mecha periódicamente con la quietud de Montevideo –pero que, inversamente, esa paz aparente se vuelve opresiva y asfixiante si uno no se renueva periódicamente sumergiéndose en el pulso de Buenos Aires. Que así como el optimismo canchero que caracteriza al bonaerense es la cura perfecta para el derrotismo uruguayo, no hay mejor manera de bajarle los humos a un porteño prepotente que una buena dosis de cinismo montevideano.




Ahora bien, son contados los afortunados que consiguen armar su vida de forma de poder pasar el tiempo justo a cada lado del Río de la Plata. Cómo lo hacen es un misterio, un secreto bien guardado que permanecerá eternamente en manos de esos pocos elegidos.

El colectivo II: ¡bienvenido a bordo!

El viaje en colectivo es una experiencia compleja. Primero hay que conseguir suficientes monedas, cosa nada fácil en esta ciudad ya que, justamente por ser el único medio de pagar en los colectivos, nadie quiere desprenderse de ellas. Luego de localizada la parada del colectivo, hay que hacer cola al pie de la misma. Al principio me chocó esta costumbre, sobre todo porque no la había visto en ninguna otra parte del mundo. Sin embargo, pensándolo bien no me parece tan mala idea ya que evita peleas por ver quién sube primero (en el subte, en cambio, la lucha es encarnizada). Pero cuando viene el colectivo la cola invariablemente se desarma, porque los hombres dejan pasar primero a las mujeres, y los que quieren sentarse y tienen tiempo deciden esperar a que venga un colectivo más vacío (¿existirá esa quimera?), dejando pasar a los que están apurados por llegar.


Una vez arriba, hay que indicarle al conductor la tarifa que tiene que cobrar (o el destino, pero hacerlo implica demorar la cosa y recibir miradas de fastidio del conductor y los pasajeros de alrededor). Introducidas las monedas correspondientes en la máquina y obtenido el boleto, empieza la lucha para posicionarse en los lugares estratégicos –doy por sentado que el colectivo va lleno hasta el tope.

Un lugar aceptable es aquel que permita aferrarse de algo (una barra vertical o una de las asas que cuelgan), si puede ser con las dos manos, porque si uno no está bien agarrado será rápidamente impulsado a la colisión con los demás pasajeros, que protestarán con razón ante el atropello. A esta altura, el bondi ya estará surcando las calles a una velocidad de vértigo, que sin embargo no es para nada constante ya que a cada paso el colectivo frena, casi siempre de forma brusca, para detenerse en una parada, un semáforo o por tráfico lento, vuelve a acelerar o cambia repentinamente de carril (casi no hay carril bus, y si lo hay no se respeta por estar plagado de obstáculos que hay que sortear, como otros colectivos, autos mal estacionados, obras, etc.).

Si consiguió agarrarse bien, el pasajero deberá iniciar una lenta y tortuosa carrera hacia el fondo para dejar sitio a los que suban tras él. El chofer contribuye a esta tarea vociferando arengas como "¡un pasito más al fondo!" Ante lo cual la reacción lógica es mirar hacia la parte trasera, intentando atisbar un resquicio por donde meterse. Y aunque parezca que no cabe un alfiler, más vale abrirse paso como sea entre todos esos cuerpos, bolsos y mochilas –ya que, de no hacerlo, será empujado sin piedad por el tropel que viene atrás.

Pero tan altruista esfuerzo no quedará sin premio, ya que los mejores lugares están en la segunda mitad del coche. Al llegar a esa zona uno debe “marcar territorio” alrededor de un asiento, de forma que, si somos afortunados y el ocupante desciende, ganamos el inestimable privilegio de sentarnos.

Una vez sentado, uno –aunque jamás lo confesaría– se dedica a rezar fervientemente para que no se aproxime una persona mayor, una embarazada o alguien con un niño en brazos, lo cual nos obligaría a ceder el asiento. Pero esto genera una serie de dudas: ¿a partir de cuándo una señora pasa a ser una vieja y debemos cederle el asiento? Si una de estas personas está cerca, pero no tanto, ¿debemos hacerle señas para que se acerque y se siente o sólo si está junto al asiento en cuestión? Ahí inevitablemente entran en juego factores propios, como el grado de cansancio, el nivel de solidaridad que sentimos ese día o lo cargado que vaya el colectivo.

A todo esto seguramente ya habremos llegado a destino y hay que bajarse. No siempre es fácil, ya que hay que preverlo con tiempo suficiente para arrimarse a la puerta y tocar el timbre de solicitud de parada. Además, los colectivos abren la puerta en cualquier lado, y generalmente mucho antes de detenerse (los carteles que anuncian que “la puerta sólo se abrirá cuando la unidad circule a menos de 5km/h” son un chiste), con lo cual hay que elegir el momento justo para saltar, y al mismo tiempo asegurarse de que no hay ningún auto (coche) que aprovechando el espacio entre el colectivo y la vereda (acera) esté tratando de adelantarlo por la derecha.

En todo caso, viajar en un colectivo porteño resulta cualquier cosa antes que aburrido.

jueves, 26 de agosto de 2010

El colectivo I: subte vs. bondi

Una parte importante de lo que define el carácter de una ciudad es el transporte.

Barcelona queda en buena medida definida por el metro: rápido, cómodo, caro, bien planificado, llega a todas partes. Los autobuses son lentos y poco fiables, y el metro es casi siempre la línea más corta entre dos puntos. Ni siquiera el enorme éxito del bicing (sistema de transporte público en bicicleta) y de la bici en general ha conseguido desbancar al metro como transporte preferido. En Buenos Aires, en cambio, si bien en apariencia uno diría que el medio por excelencia es el subte (metro), me parece que una mirada más profunda revela que la cosa no es tan así. ¿Por qué? El subte va casi siempre abarrotado (en serio, si alguien cree que el metro de Barcelona se llena, que visite Buenos Aires: después de eso, un viaje en metro en hora punta le parecerá una experiencia relajante), hasta el punto de que muchas veces hay que dejar pasar uno o más trenes antes de poder subirse. Ademas es quizá un poco más lento que su primo de Barcelona y tiene una frecuencia de paso algo menor... pero todo esto no sería tan grave si no fuera por su particular trazado. Casi todas las redes subterráneas que conozco tienden a la forma radial, o de asterisco: todas las líneas se cruzan en el centro o alrededor de él. En Buenos Aires no: su forma también es radial, pero como el centro está situado en una "esquina" de la ciudad, el aspecto de la red sería más parecida a una pata de gallina. Todas las líneas parten del centro, en distintas direcciones, rumbo a la periferia, y no se vuelven a cruzar nunca más. Así, por ejemplo, el trayecto entre dos barrios importantes y no tan lejanos como Palermo y Caballito no puede hacerse en subte, salvo que uno sea tan fanático como para ir hasta el centro, cambiar de línea y volver. Por no hablar de las amplias zonas (como La Boca, por nombrar el más famoso, o como Floresta, donde casualmente vivo) que quedan totalmente desabastecidas de este servicio.

Sin embargo, con los colectivos (autobuses) pasa lo contrario: desde cualquier punto de la ciudad, para llegar a cualquier otro punto, en la gran mayoría de los casos hay un colectivo que te lleva. Basta con tener un poco de paciencia, aprender a manejar la imprescindible "guía T" (un librito que se vende en formato bolsillo y que hace de plano de la ciudad, callejero, mapa de subte y colectivos) y, a veces, caminar unas pocas cuadras (calles) hasta o desde la parada.

Por supuesto que los colectivos son mucho más lentos que el subte, y están sometidos al endemoniado tráfico porteño, pero cuando tienen vía libre desarrollan unas velocidades que en Barcelona sólo son concebibles en el circuito de Montmeló.

Así las cosas, me parece que es el colectivo --también llamado popularmente "bondi"-- el transporte que mejor define a Buenos Aires: rápido, incómodo y turbulento, pero barato, con una red muy completa y bastante regular.

Nota: la idea de ir traduciendo localismos entre paréntesis se la debo a Jordi Carrión y su delicioso libro La piel de La Boca, quien aunque no inventó el recurso supo darle un uso magistral.

Arranca el experimento

Antes de partir (¿volver?) de Barcelona rumbo a Montevideo, mi amigo Felipe me recomendó que escribiera un blog. Hace poco, un año y medio más tarde, otro amigo, Eduardo, me terminó de convencer. Así que ahora, recién aterrizado en Buenos Aires, abro este espacio para reflejar esa visión particular que adquiere la gente al moverse. Esa mirada levemente desenfocada sobre dos (y en mi caso, más) lugares: el lugar al que se llega y el lugar del que se viene.


Montevideo-Buenos Aires-Montevideo-Nueva York-Granada-Barcelona-Montevideo-Buenos Aires.

Esa cadena de nombres resume mi trayectoria vital. Es la trayectoria de una larga serie de arraigos y desarraigos sucesivos. Este conjunto de nombres puestos en fila es, entre otros factores, lo que configura una mirada personal, particular e intransferible --como lo es la de todo ser humano.

Para tener una visión diferente de un objeto, se pueden hacer dos operaciones básicas: tomar distancia y acercarse de golpe. 

En mi caso, la primera operación es la correspondiente a Barcelona: después de 10 años viviendo allá me fui a la otra punta del mundo. 

La segunda corresponde a Buenos Aires: un brusco acercamiento a una ciudad que había pisado varias veces y donde incluso había vivido unos meses, pero que nunca había llegado a conocer verdaderamente.

Me siento agradecido por la oportunidad de contemplar simultáneamente dos ciudades desde un punto de vista privilegiado. El resultado es lo que trataré de plasmar en este blog.