domingo, 4 de octubre de 2015

Què collons ha passat?
La paradoja catalana tras el 27-S

Cuatro años después de la última entrada, vuelvo a publicar en este blog, y lo hago para tocar el mismo tema (lo que ha dado en llamarse 'procés' catalán de independencia). Pero esta vez entro me meto mucho más de lleno en el terreno peliagudo y ajeno del análisis político, a raíz de las elecciones catalanas del pasado 27 de septiembre.

El resultado de las elecciones catalanas del pasado 27 de septiembre es de esos que da margen a casi todos los actores políticos para interpretar lo que más les convenga. Es una pregunta para la que cada sector del “circo catalán” da su propia respuesta, y la defiende como la única correcta. El problema, como casi siempre en estos casos, reside en la ambigüedad de la propia pregunta.

Al convocar estas elecciones, El President Mas las definió como un plebiscito sobre la independencia, y un grupo significativo de los partidos políticos que se presentaron –concretamente los partidos independentistas– respaldó esta definición.

Este planteamiento, en espíritu, parece irreprochable. Ninguna persona con cierto espíritu democrático y un poco de sentido común puede negar el derecho de los ciudadanos de Catalunya a decidir sobre su eventual estatus de nación independiente, sin que nadie más intervenga en esta decisión. Y la única instancia para consultar a la población dentro del marco jurídico existente son las elecciones autonómicas.

Pero ¿se las puede considerar realmente como un plebiscito?

Plebiscito o elecciones autonómicas

Para responder a esta pregunta, veamos en primer lugar la diferencia entre ambos tipos de comicios.
En unas elecciones parlamentarias se escoge entre diferentes listas de representantes pertenecientes a partidos o grupos políticos, confiando en que sus medidas y decisiones serán similares a las que tomaríamos nosotros –es decir, en que efectivamente nos representen.

En cambio, en un plebiscito la población elige entre diferentes respuestas a una o más preguntas claras y concretas. Por lo general, para evitar ambigüedades, las preguntas son de respuesta binaria, es decir: “sí” o “no”[i].

La ventaja de este sistema es evidente: eliminar al máximo los sesgos de interpretación. Se asegura así que todos aquellos que respondan (es decir, los votantes) por lo menos conozcan y concuerden en cuál es la pregunta; y su respuesta no puede malinterpretarse[ii] ni va ligada a un político o partido concreto[iii].

Partiendo estas premisas, resulta claro que las elecciones del 27-S no pueden considerarse como un plebiscito. Los electores no respondían a una pregunta sino que elegían representantes, y tampoco había un consenso unánime sobre cuál era la pregunta. En tales condiciones, la confusión estaba servida.

Para agregar mayor complejidad al asunto, recordemos que el sistema electoral español no es proporcional, es decir que los escaños no se reparten de forma lineal entre los partidos en función del número de votos; y por añadidura, el peso de los votos varía en función del tamaño de la demarcación electoral a la que se adscriben: los de las localidades más pequeñas “valen más” que los de las más pobladas. En un verdadero plebiscito, por el contrario, todos los votos tienen el mismo valor, y como no hay escaños en juego se adjudican directamente a una u otra de las opciones planteadas.

Por lo tanto, lo ocurrido en Catalunya fue una elección parlamentaria disfrazada de plebiscito, o un plebiscito con las normas de una elección parlamentaria; es decir, una contradicción.

Qui ha guanyat?

Aun así, de haberse producido unos resultados diferentes, la interpretación sería sido mucho más clara y unívoca. Si la suma de las fuerzas independentistas que plantearon las elecciones como un plebiscito hubiera obtenido más del 50% de los votos, podría considerarse que los electores apoyaban tanto el plebiscito como la opción por el “sí” a la independencia. En cambio, de no haber obtenido la mayoría en escaños, habría que concluir que la mayoría de los catalanes no ha respaldado la opción independentista, sin necesidad de plantearse la validez del plebiscito.

Como es de público conocimiento, el resultado no fue ninguno de los anteriores: las fuerzas favorables a la independencia (Junts pel Sí y CUP) obtuvieron la mayoría en escaños, pero se quedaron con el 47% en votos. O sea, el escenario más ambiguo posible, sobre todo si se pretende interpretarlo en clave plebiscitaria.


Los partidos que se oponen a la declaración unilateral de independencia (DUI), tanto los que apoyan el “derecho a decidir” como los que no, interpretan que Artur Mas y el independentismo han perdido “su” plebiscito, y tienen razón: más del 50% de los votantes catalanes optaron por opciones no independentistas. En clave plebiscitaria no hay otra lectura posible, dado que se trataba de escoger entre dos opciones: el “sí” y el “no”, y todo partido que no apoyara decididamente el sí (incluidos Catalunya Sí Que Es Pot y Unió) debe considerarse como una opción por el no. Recordemos que el objetivo declarado de las elecciones no era saber qué votarían los catalanes en caso de celebrarse un plebiscito, sino que las elecciones mismas se plantearon como plebiscito.

En cambio, las fuerzas independentistas (Junts pel Sí y CUP), esgrimen que el resultado los legitima para avanzar hacia la conformación de un estado catalán soberano. Y ciertamente, también tienen razón, ya que el pueblo catalán les ha otorgado una mayoría absoluta que los habilita para avanzar con su programa. Lamentablemente también proclaman que el "sí" ganó el referéndum –lo cual es insostenible, como acabamos de argumentar*.

Se produce así una situación fuertemente paradójico: los partidos que plantearon las elecciones como un plebiscito recurren a argumentos propios del recuento electoral parlamentario para proclamar su triunfo plebiscitario, mientras que quienes negaban el carácter plebiscitario de las elecciones se ven obligados a esgrimir la derrota plebiscitaria para desvirtuar la contundente victoria electoral de sus oponentes.

Por último, no hay que olvidar que con estos resultados la investidura de Artur Mas como President queda en manos de los diputados de la CUP, quienes han proclamado repetidamente que no lo apoyarán.

*Nota: Luego de publicar este artículo me enteré por una amiga-lectora de que la CUP sí ha reconocido que no se ganó el plebiscito, como podría haber visto, por ejemplo, aquí, de haberme tomado previamente la molestia de comprobar esa información. Sumado a lo que acabo de comentar en el párrafo anterior, esta postura dice mucho en favor de la coherencia de la joven formación.

I ara què?

Dejando de lado esta última cuestión –que si bien no es menor, y genera una considerable incertidumbre, no pasa de ser un tema práctico[iv]–, lo cierto es que las dos fuerzas que plantean inequívocamente un programa independentista han obtenido una cómoda mayoría; mayoría que resulta aún más amplia si consideramos las opciones favorables al “derecho a decidir” (aquí sí deben contabilizarse los votantes de CSQEP y Unió).

Así las cosas, queda claro que en Catalunya existe una mayoría social cada vez más amplia que piensa que los catalanes deben decidir su propio destino; y parece probable que tarde o temprano el Estado Español deberá reconocerles este derecho, si quiere mantener su legitimidad democrática. Queda por ver cuándo se concretará esta decisión, cómo se instrumentará, y quiénes serán los actores políticos de ámbito estatal que la harán posible.

Desde luego, parece inimaginable que algo semejante pueda suceder mientras el Partido Popular gobierne España, por lo que las elecciones generales de fin de año resultarán cruciales para resolver esta cuestión –la cual, dicho sea de paso, en mi opinión está muy lejos de ser la más importante para los intereses de los catalanes y de los españoles.



[i] Prácticamente cualquier pregunta que admita más de dos respuestas puede desdoblarse en dos o más preguntas de respuesta binaria. La consulta “alternativa” realizada en Catalunya el 9 de noviembre de 2014, sin ir más lejos, constaba de dos preguntas: “¿Quiere que Catalunya sea un Estado”? Y “En caso afirmativo, ¿quiere que este Estado sea independiente?”
[ii] Esto no impide que los políticos, con gran creatividad e infinito desparpajo, a menudo encuentren maneras de tergiversar los resultados de los plebiscitos, o esgriman complicadas justificaciones para desobedecerlos cuando les conviene.
[iii] Por más que los políticos y los partidos hagan campaña en favor de una u otra alternativa, está demostrado que los electores no necesariamente obedecen a sus representantes, con independencia de que los sigan eligiendo.
[iv] Personalmente tiendo a creer que finalmente gobernará Junts Pel Sí, con mayores o menores concesiones a las exigencias de la CUP; pero estas exigencias no afectarán al proyecto independentista, ya que este es el justamente el único plano donde coinciden ambas formaciones.

domingo, 10 de julio de 2011

Independencia

I. 
El 9 de julio de 2011, miles de personas se manifestaron en Barcelona a favor de la independencia de Catalunya, o sea, de su separación del Estado Español. Mientras tanto, Argentina celebraba el 195º aniversario de su independencia -también de España.


II.
Hoy millones de argentinos se comunican a través de Telefónica/Movistar y guardan su dinero en los bancos "Santander Rio" o "BBVA Banco Francés". Y la selección argentina de fútbol intenta (por ahora con poca fortuna) desplegar un estilo de juego similar al del FC Barcelona.
Y -para seguir con el fútbol- el colmo: la máxima competición continental a nivel de clubes, la copa Libertadores de América, desde hace un tiempo se llama... ¡Santander Libertadores de América! 
Bolívar, San Martín, Artigas y el resto de los Libertadores deben estar revolviéndose (aun más) en sus tumbas.


III.
Y yo me pregunto: ¿qué significa exactamente la independencia?

Para los países de América Latina -me respondo- ha significado principalmente: el derecho a ser oprimidos por compatriotas, en vez de por extranjeros. 
Y casi siempre, el derecho de los poderosos locales a cobrarles un peaje a los poderosos de afuera por facilitarles la tarea de explotarnos. Lo cual no deja de ser un avance. Antes nos explotaban directamente, sin intermediarios. Ahora tienen que pasar un trámite burocrático y soltar unos mangos (= algo de pasta).


IV.
El caso de Catalunya es diferente, me digo. Pero ¿por qué? ¿En qué sería diferente una Catalunya independiente de la Catalunya actual -una Comunidad Autónoma integrada en el Estado Español?


No me siento preparado para responder a esa pregunta. Sin embargo, algunas cosas parecen claras:
- El castellano, mantuviera o no su estatus de lengua co-oficial, no dejaría de hablarse en Catalunya. 
- El catalán seguiría sin hablarse en el resto de España, salvo en las regiones donde se habla históricamente (la Comunidad Valenciana, las Islas Baleares y una pequeña zona de Aragón, la Franja de Ponent).
- Empresas como Telefónica, El Corte Inglés, Repsol o Zara seguirían funcionando en Catalunya. Tampoco dejarían de existir en España La Caixa, Chupa-Chups, Freixenet, o Roca.
- El Barça seguiría jugando en la Liga española. El dinero que genera la rivalidad Barça-Real Madrid es demasiado como para dejarlo escapar.
- CiU y PSC seguirían siendo las principales fuerzas políticas y alternándose en el poder.


IV.
Este mismo 9 de julio ha nacido un nuevo país: Sudán del Sur. Esta nación -asolada por las guerras, el hambre y las epidemias, casi sin infraestructuras, pero con yacimientos de petróleo- declaró su independencia respecto de Sudán (que no sé si a partir de ahora se apellidará "del Norte"). En los festejos ondearon banderas de EE.UU., país que al parecer hizo de mediador en el proceso. Imagino que lo hizo de forma totalmente desinteresada y altruista.
En todo caso, parece que ahora los habitantes de Sudán del Sur tienen algo que antes no tenían: ilusión y esperanza.


Supongo que ahí está la clave de todo el asunto.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Los catalanes y el catalán # Segunda parte: la regla de oro

En Catalunya existe una regla no escrita que dice que cuando dos personas se conocen hablando en un idioma, se comunicarán en ese idioma por siempre jamás. Esto tiene cierta lógica, porque con los amigos resulta extraño andar cambiando de idioma así nomás. Sin embargo, este axioma da origen a una serie de situaciones curiosas:

A)     Dos personas hablan correctamente el catalán, pero su lengua materna y en la que mejor se expresan es el castellano. Pongamos que se conocen en un grupo de gente que habla catalán: en ese caso empezarán a hablar en ese idioma, y si después vuelven a verse seguirán haciéndolo aunque les resulte menos cómodo. Incluso si se ven a solas. Incluso si empiezan a salir juntos... forman una pareja, se casan, tienen hijos.

Sólo los hijos consiguen, en algunos casos, hacer que los padres revisen los hábitos lingüísticos una vez establecidos.

B)       Un barcelonés (para ser originales pongámosle Jordi) organiza una fiesta o reunión grande, como un cumpleaños, a la que invita diferentes grupos de amigos. Por un lado están los del instituto (la secundaria), con los que habla en catalán, que es la lengua materna de la mayoría de ellos; por otro los de la universidad, donde con algunos habla en catalán y con otros en castellano. Y por último los del trabajo, con los que habla en castellano.

Cuando surja una conversación entre todos ellos, Jordi irá cambiando de idioma a cada momento: se dirigirá en catalán a sus amigos del instituto, en castellano a los del trabajo, y en uno u otro idioma a los de la universidad, según corresponda en cada caso. Pero ahí no termina la cosa, porque los amigos de Jordi al hablar entre ellos cambiarán también de idioma constantemente. Si por ejemplo Pau, uno de los del instituto, empieza a hablar en castellano con Eva, del grupo del trabajo, lo seguirá haciendo durante toda la conversación, aunque por el camino oiga a Eva conversar en perfecto catalán con Marina, de la universidad.

C)      Laia y Judit son dos amigas de la infancia, ambas catalanas. Salen a cenar con Pere, el hermano Judit, y Christina, su novia alemana. Christina hace pocos meses que está en Barcelona y todavía no entiende casi nada de catalán. Por lo tanto todos hablarán con ellas en castellano, idioma en el que se defiende bastante bien. Pero Laia, Judit y Pere, cuando se dirijan directamente a uno de los otros, lo harán como toda la vida, en catalán. Para ellos sería inimaginable mantener una conversación en castellano –no por un tema ideológico, sino porque sería como hablar con un desconocido, como si de repente empezaran a tratarse de Usted.

Pero como son unos jóvenes amables y bien educados, buscarán la manera de hacer que Christina no se sienta excluida. Probablemente usarán uno o más de los siguientes trucos:
  • Hablar de forma genérica, para el grupo, con lo cual el castellano “está permitido”.
  • Dirigirse preferentemente a Christina, que en realidad es la novedad en la mesa (total, los demás ya se conocen de toda la vida).
  • Hablar entre ellos en catalán, pero ir traduciéndole la conversación a Christina.

O sea, trabajarán el doble con tal de no violar la regla de oro.

Los catalanes y el catalán # Primera parte: el català és fàcil!

Así rezaba un anuncio televisivo que intentaba promocionar el uso del catalán entre los inmigrantes. No llegué a ver el anuncio, pero según me contaron, el protagonista era un joven chino, que en realidad era el dueño de un restaurante (chino, claro) y no hablaba más que unas pocas palabras de catalán. (Sí fui a cenar al restaurante, por cierto, y era excelente. Quizá todavía lo sea). 

Cualquier persona que pretenda instalarse en Barcelona por un tiempo más o menos prolongado se encontrará ante un hecho patente: los barceloneses son catalanes, y los catalanes (como dice un catalán amigo mío) tienen la mala costumbre de hablar en catalán.

En cualquier otra parte de Catalunya esto no se discute. No es imposible vivir allí sin hablar catalán, pero resulta engorroso, altamente incapacitante y desde luego muy limitante para la vida social e incluso laboral. En Barcelona, en principio, no es tan así. Buena parte de la población no es de origen catalán, y utiliza el castellano como lengua principal en sus intercambios cotidianos. Sin embargo, con el tiempo se hace evidente que aun en la capital, la vida es mucho más sencilla si uno habla catalán, o al menos lo entiende correctamente.

Con el catalán se da algo que no se plantea con casi ninguna otra lengua local: los extranjeros (y en este término incluyo a todos los no catalanes, sean o no españoles) deben decidir si lo aprenden o no. Y en Barcelona se dan todas las respuestas posibles. En un extremo están los que desde el primer momento hacen todo lo posible por empaparse del nuevo idioma: se inscriben en cursos, se relacionan con la gente local, miran la televisión en catalán, preguntan el significado de las palabras, se fijan en los carteles bilingües, y a la primera oportunidad tratan de soltar algunas frases. En el otro extremo están los que viven la mayor parte de su vida en Catalunya sin hablar una palabra de catalán, y lo hacen con el orgullo de quien se resiste a una imposición dictatorial.

Los catalanes, por supuesto, son muy sensibles a estas actitudes. Lo primero que hacen cuando se notan que alguien es “de afuera” es preguntarle: ¿y cómo llevas el catalán? Es una pregunta de sondeo. La respuesta correcta para un recién llegado es “estoy aprendiendo”. Y si puede ser, decirlo con una sonrisa, y en catalán: estic aprenent. Con este sencillo gesto demostrará saber dónde ha aterrizado, tener sensibilidad por los asuntos locales, y se ganará la simpatía de su interlocutor. A menudo, ni siquiera se le exigirá que lo llegue a aprender realmente: bastará con esta demostración inicial de buena voluntad.

La habilidad lingüística básica que valoran los catalanes en un extranjero es la comprensión. Para ellos es fundamental poder hablar y ser entendidos en catalán: no es tan importante en qué idioma les contesten. Lo que más les duele es, estando en su propia tierra, tener que cambiar de idioma ante alguien "de afuera". Con los recién llegados son un poco más condescendientes, pero con quienes ya han cumplido un plazo de adaptación que ellos consideran razonable usarán el catalán “por defecto”.

El tópico es que los catalanes siempre contestan en catalán, aunque les hablen en castellano. Esto se suele atribuir a una cuestión ideológica, o a que los catalanes “son muy suyos” o “tienen mala leche”. En algunos casos es así, hay gente que piensa que los que vienen de afuera deben entender lo antes posible que la legua local es el catalán, y que deberán aprenderla para ser aceptados. Pero en muchos casos se debe a otras causas. En primer lugar, a que como ya dije hay muchas personas que viven en Catalunya desde hace años, o incluso han nacido allí, y no hablan catalán, pero lo entienden perfectamente. Por ese motivo, los catalanes están muy acostumbrados a mantener diálogos bilingües, y a menudo no piensan que alguien que se dirige a ellos en castellano no entienda una respuesta en catalán. Y también hay catalanes –unos pocos en Barcelona, pero bastantes en el resto de Catalunya– que no hablan castellano, que cuando lo intentan les sale realmente mal, y por ello prefieren expresarse en su lengua. Todos entienden perfectamente el castellano, y no suelen tener problema en recibir una contestación en ese idioma, pero no lo hablarán a no ser que no les quede otro remedio.

En cualquier caso, si uno tiene intención de vivir en Barcelona, lo más recomendable es aprender catalán. No sólo tendrá acceso a más y mejores puestos de trabajo; también le facilitará los estudios de cualquier tipo, y su vida social será mucho más rica. Si bien es cierto que los catalanes pueden llegar a ser un tanto discriminadores con los que no hablan su idioma, también es cierto que premian enormemente a los extranjeros que lo aprenden. Cuando uno habla catalán, queda integrado casi de inmediato a la sociedad catalana. En Catalunya, es el idioma el verdadero pasaporte a ser aceptado, y una vez superado ese aspecto quedan en segundo plano cuestiones como la raza, la religión o el lugar de origen.

Y además, los hablantes del castellano (igual que los del francés, italiano o cualquier lengua romance) tienen una ventaja muy grande, ya que probablemente les resultará bastante sencillo aprender catalán. Eso sí: como cualquier idioma tiene sus complicaciones, requiere un mínimo de esfuerzo e interés, y se aprende de forma mucho más rápida y completa si se estudia un poco.

Así que, aunque sea un eslogan, créanlo: el català és fàcil.

sábado, 30 de octubre de 2010

Quino y los porteños


Poco después de instalarme en Buenos Aires, me asaltó la idea de que los porteños se parecen a los dibujos de Quino. Me dirán que es una sugestión, o lo que quieran. Lo cierto es que no me había pasado nunca, en ninguna otra parte.

No hablo de los niños: ni de Mafalda, ni de ninguno de sus compañeritos. A decir verdad, los niños le salen un tanto monstruosos. Convengamos que encontrarse por ahí con un niño igual a Felipe o una niña calcada a Mafalda sería una experiencia un tanto perturbadora. Evidentemente está hecho a propósito: su apariencia de adultos en miniatura es muy acorde con las cosas que dicen, hacen y piensan. Lo que tienen de infantil es, justamente, que hacen y dicen lo que piensan, dejando en evidencia la hipocresía y el sinsentido del mundo adulto.

Quizá por eso mismo, los adultos resultan bastante más creíbles; a los padres de Mafalda, sin ir más lejos, uno se los puede imaginar en carne y hueso. Y los tipos anónimos que aparecen en el resto de sus viñetas… están vivos, literalmente. La ropa, los gestos, las expresiones, todo.

Pero volvamos a la particular experiencia que me llevó a escribir esta entrada. 

Los pongo en situación: voy por la ciudad, a bordo (cómo no) de un colectivo, mirando por la ventana y pensando en cualquier cosa, y de repente… ¡zas!  veo un personaje de Quino. Puede ser una señora más bien regordeta, de tapado, cartera y tacos, con expresión de resignación o desconfianza en el rostro. O un viejito esmirriado, poquita cosa, luchando contra el viento con su uniforme de gorra y bufanda enroscada. Les juro que veo su caricatura, los trazos sencillos, como dibujados a birome. Al principio soltaba la carcajada; ahora, más acostumbrado, me quedo en una sonrisa.

Por si alguien lo dudaba: Quino es un genio.


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Página oficial de Quino // Quino y Mafalda en Wikipedia // Mafalda // Viñetas de Quino en El País Semanal

viernes, 29 de octubre de 2010

Un passeig per la Rambla

Cualquier turista que se precie, en cuanto pone un pie en Barcelona, se dirige inmediatamente a la Rambla1.  Es más: para muchos, que viajan por poco tiempo –y con pocas ideas–, es casi lo único que conocen de la ciudad. Por eso las Ramblas, como se las conoce popularmente, están repletas de gente, siempre. Todos los días del año y cualquier hora del día o de la noche.

Nada más llegar del aeropuerto, los visitantes entran a las Ramblas por Plaça Catalunya, Por el camino serán víctimas de las más diversas estafas y atropellos… con total consentimiento por su parte, o más bien con ferviente entusiasmo. De hecho, una vez de regreso en sus lugares de origen recordarán extasiados este paseo como una de las experiencias más sublimes de sus vidas. Y, en cuanto puedan, volverán por más.

Tras refrescarse en la Fuente de Canaletes, se aglomerarán maravillados alrededor de las decenas de músicos, estatuas humanas y performers varios que irán encontrando a cada paso. Como el mítico Maradona de las Ramblas, un tipo que se gana la vida exhibiendo sus habilidades con el balón. O la esperpéntica Carmen de Mairena, una travesti vieja y gorda vestida con traje típico andaluz, y con tantos kilos de silicona como de maquillaje. Comprarán camisetas del Barça y souvenirs de todo tipo en las tiendas.
 
Los más conservadores en sus gustos culinarios comerán una hamburguesa en uno de los varios McDonald’s o Burger Kings. Los más osados, en cambio, se sentarán en la terraza de algún restaurante para degustar una paella. O lo que ellos creen que es una paella. Porque en realidad, por su sabor y textura, los sucedáneos que allí se sirven están más cerca del plástico que del arroz y el marisco.

Caerán en el timo (estafa) de los trileros, serán robados por los expertos carteristas –en su mayoría adolescentes marroquíes– y seducidos por las prostitutas nigerianas que literalmente se abalanzan sobre los hombres que pasan por allí, especialmente si son rubios y están borrachos.

Es imposible saber a priori cuántos turistas serán capaces de superar estas duras pruebas y alcanzar, por fin, el final de las Ramblas.  Pero sí sabemos lo que hacen los que llegan hasta allá. Muchos se sientan a descansar al pie de la estatua de Cristóbal Colón. Quizá algunos, exhaustos después tantas emociones, den por finalizado el paseo. Pero la mayoría no: continúan caminando en línea recta. Y tampoco se detienen al llegar al borde del Mediterráneo. No se sabe bien si por pura inercia, o porque interpretan el gesto de Colón como una indicación dirigida especialmente a ellos, la mayoría siguen adelante. Y obtienen su recompensa: atravesando un impresionante puente llegan al no menos impresionante Maremàgnum. Es el paraíso de cualquier turista: de día, un centro comercial; de noche, un complejo de bares, pubs y discotecas.

Pero claro: no basta con llegar hasta ahí. Después hay que regresar al punto de partida. Cruzar el puente, volver atrás desafiando al dedo de Colón, y atravesar todas las Ramblas en sentido contrario. Hay que añadir que los que vuelven del Maremàgnum, sobre todo por la noche, no lo hacen en las mejores condiciones físicas. Así, los turistas ebrios son presa fácil de los carteristas y las prostitutas ya mencionados, así como de otros personajes que aparecen a esas horas, como el infaltable paki, vendiendo latas de "cerveza-beer-amigo" y –dicen los que entienden de de estos temas– sustancias psicoactivas de todo tipo.

En fin: creo que no hace falta decir que cuando uno lleva un tiempo viviendo en Barcelona, aprende a huir de las Ramblas como de la peste. El auténtico barcelonés se distingue porque sólo aparece por ahí cuando no le queda más remedio, y casi siempre cruzando de forma transversal –¡oh, sacrilegio! – en su trayecto entre barrios aledaños, o bien recorriendo a toda prisa los primeros 100 metros, los que separan la boca de metro de las callejuelas de acceso al Barrio Gótico, a la izquierda, o al Raval, a la derecha. Sin embargo es indudable que ejercen una especie de magnetismo: por más que intente evitarlas, uno siempre termina yendo a parar a las Ramblas.

Efectivamente, queridos lectores, lo adivinaron. Por mucho que las critique, estando lejos las extraño: esa es la pura verdad. Qué carajo. Son maravillosas las Ramblas.



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1Lo mismo hacen los turistas en Montevideo, con una diferencia importante: en Barcelona la Rambla no es un paseo junto al mar como en Uruguay. A eso en España se le llama Paseo Marítimo. Etimológicamente, una rambla es el lecho de un río que o bien se ha secado o bien sigue fluyendo de forma subterránea. Por extensión, en España se le dice así a un paseo, generalmente peatonal, construido sobre dicho cauce. Por lo tanto suelen ser paseos arbolados y muy lindos, pero nunca, jamás, podrán estar al borde del mar… justamente porque los ríos no corren junto al mar, sino perpendicularmente a él.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Las dos orillas

I.
En el imaginario de los montevideanos, Buenos Aires ocupa un lugar similar al que los uruguayos del interior otorgan a Montevideo. Es sinónimo de bullicio, de vida cultural, de lugar grande y peligroso. En definitiva, es sinónimo de gran ciudad, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. Viajar a Buenos Aires siempre tiene algo de aventura, de excitación. En Buenos Aires hay una gran variedad de todo: de ropa, de espectáculos, de comidas, de libros, de gente (en particular, para los hombres, está llena de mujeres; evidentemente también está llena de hombres, pero nunca escuché a ninguna mujer resaltar este aspecto). También está el riesgo: el riesgo de ser asaltado, secuestrado, estafado, o simplemente chamuyado (el chamuyo forma parte de la esencia del porteño, y consiste en envolverlo todo con una palabrería florida que lo vuelve más atractivo de lo que sería sin ese adorno. En algún momento dedicaré una entrada a este tema). O el riesgo de perderse, de tomarse el subte equivocado, de agarrar para el lado contrario en la calle Florida (las primeras veces que vine me pasaba sistemáticamente: sobre todo cuando entraba a algún comercio, al salir arrancaba siempre a caminar en la dirección contraria, con lo cual en vez de avanzar volvía involuntariamente sobre mis pasos, a veces durante varias cuadras, hasta darme cuenta de mi error).




Buenos Aires es la "ciudad de las luces" de esta parte del mundo. Todo el tiempo están pasando cosas, y uno siempre tiene la sensación de estárselas perdiendo. La noche siempre es joven. Los barrios son infinitos, y es imposible recorrerlos todos. Cada uno tiene su propio centro, con shoppings (centros comerciales), cines, restoranes (restaurantes), pubs, tanguerías y demás.
Por todo esto, el montevideano contempla Buenos Aires con sensaciones encontradas. Con anhelo, admiración y deseo, pero también con recelo y desconfianza. El recelo es una mezcla de envidia hacia una ciudad que indiscutiblemente le da mil vueltas a la propia, de miedo y desconfianza hacia un lugar mucho más grande que lo que están acostumbrados a abarcar, y también de antipatía hacia los porteños. Para el gusto montevideano los porteños son ruidosos y prepotentes. Cuando viajan a Uruguay se comportan (según el sentir popular) como si estuvieran en una provincia simpática, como si fueran los dueños de todo. Y si no son los dueños, pueden serlo: esa actitud tuvo su pico durante la época del “uno a uno” menemista (cuando un peso argentino equivalía a un dólar), y queda ejemplificada en la frase: "qué lindo ____… ¿cuánto cuesta?" (el espacio en blanco puede llenarse con cualquier cosa: casa/restorán/monumento/lo que sea). 
En resumen, dicho con acento montevideano y tono despectivo, los porteños son… alegres.
Además se sabe que los porteños “nos roban” todo: el mate, el tango, Gardel, el asado, el dulce de leche, los futbolistas (ya no tanto: ahora nos los roban los europeos), las minas…  en fin: sin comentarios.
Atraídos por sus muchas cualidades, constantemente llegan a Buenos Aires personas de todas partes (del interior de Argentina, de otros países latinoamericanos, de Europa o de Extremo Oriente) a instalarse en la capital porteña. También uruguayos, por supuesto. Los uruguayos, como en todas partes, están pero no se ven. No se ven –no se nos ve–, como en otros lugares, porque somos pocos en relación a la población general y porque no formamos colectividades. Pero además, en Buenos Aires pasamos inadvertidos porque, mal que nos pese, somos bastante parecidos: tanto en el habla como en el comportamiento no son tantas las diferencias, y las pocas que hay se van limando rápidamente con el tiempo, a medida que uno se va integrando.
En todo caso, son unos cuantos los montevideanos que se ven tentados a dar el salto a la gran urbe. Al cabo del tiempo, sin embargo, se van dando cuenta de que todo ese lustro que sus ojos veían en Buenos Aires era una fina capa superficial. Las grandes avenidas que tanto nos impresionaban se convierten en ruidosos lugares de paso. Ya no resulta tan emocionante ir de compras por Florida, caminar por Corrientes o la 9 de Julio, cenar en Palermo o ir a ver un partido en La Bombonera. Esos nombres, que aun para el uruguayo más porteñófobo están cargados de fantasía, para el que vive acá son lugares comunes. Y uno que pensaba que iba a vivir metido en tiendas de ropa, librerías, restoranes y teatros, se da cuenta de que eso era cuando venía de turista por unos días, pero que cuando se vive acá son lujos que la gente se permite sólo de vez en cuando, cuando tiene tiempo, plata y ganas. Entonces empiezan a extrañar la tranquilidad de Montevideo, la sencillez de su gente, ir a tomar mate a la Rambla o encontrarse con los amigos en la calle por casualidad, en vez de tener que planear el encuentro agenda en mano y con un mes de antelación.


II.
Para los porteños, en cambio, Montevideo es símbolo de paz y tranquilidad, de lugar pintoresco, donde se puede ir caminando a casi todas partes, o a lo sumo viajar media hora en ómnibus, que encima en las horas pico parecen vacíos en comparación con los colectivos porteños. Les fascina la costumbre uruguaya de ir con el mate a todas partes, la presencia de los guardas en los ómnibus, la Rambla, la afabilidad y humildad de la gente, el candombe, los chivitos. Además, en Montevideo queda mucho más cerca la playa, los miles de quilómetros de playas, desde las urbanas de Montevideo hasta las paradisíacas de Rocha.




Así, muchos porteños se ven tentados a cruzar el charco e irse a vivir a Montevideo, la hermana menor, la Buenos Aires chiquita. Pero como es lógico, al cabo de un tiempo se dan cuenta de que esa “tranquilidad” montevideana que les resultaba relajante va adquiriendo una cualidad opresiva. La gente no camina tan apurada por la calle porque no hay nada para hacer, no hay un lugar al que llegar. Cuando uno intenta hacer algo, o necesita que le hagan un trabajo, se encuentra siempre con el “bueno, sí, para la semana que viene lo tengo”. El hecho de que sea una ciudad chica donde todo el mundo se conoce hace que los montevideanos se comporten siempre como si estuviera siendo observados, casi se puede decir que filmados. Nunca gritan, ni se visten de forma demasiado estridente: todos sus movimientos se ven atenazados por un permanente miedo al ridículo. Además, el trabajo escasea, con lo cual los afortunados que se hacen con un puesto mínimamente estable se aferran a él con uñas y dientes: por eso el montevideano más auténtico es el funcionario público.
Nada cambia jamás. El bar aquél donde te comiste aquél chivito hace veinte años, cuando viniste por primera vez de vacaciones, sigue estando en el mismo lugar. Es más: siguen estando las mismas mesas y sillas (cada vez más desvencijadas), los mismos suelos (cada vez más mugrientos), las mismas paredes (con la pintura cada vez más descascarada), y el mismo mozo (cada vez más viejo) te toma el pedido repitiendo los mismos chistes (que cada vez resultan menos divertidos). A veces hasta el propio chivito parece que hubiera sido cocinado hace veinte años.
Para colmo, después de muchas horas de charla, los amables y simpáticos montevideanos se van transformando en personajes oscuros. Su humor se vuelve cínico y destructivo; su simpatía se tiñe de amargura; su conversación se vuelca en la vida de los otros, oscilando entre la crítica y el chusmerío; y finalmente empiezan a quejarse amargamente de las limitaciones de su país, evocando con nostalgia lo que fue e imaginando entre suspiros de lo que pudo haber sido.
Ah, y la rambla es muy linda en verano... pero en invierno hace un frío de la puta madre, así que más vale no acercarse a menos de 3 cuadras.

III.
Así, los rioplatenses realmente sabios pronto descubren que hay que vivir en las dos ciudades al mismo tiempo. Que la algarabía de Buenos Aires pierde su brillo y se convierte en un barullo estresante si no se mecha periódicamente con la quietud de Montevideo –pero que, inversamente, esa paz aparente se vuelve opresiva y asfixiante si uno no se renueva periódicamente sumergiéndose en el pulso de Buenos Aires. Que así como el optimismo canchero que caracteriza al bonaerense es la cura perfecta para el derrotismo uruguayo, no hay mejor manera de bajarle los humos a un porteño prepotente que una buena dosis de cinismo montevideano.




Ahora bien, son contados los afortunados que consiguen armar su vida de forma de poder pasar el tiempo justo a cada lado del Río de la Plata. Cómo lo hacen es un misterio, un secreto bien guardado que permanecerá eternamente en manos de esos pocos elegidos.