miércoles, 15 de septiembre de 2010

Las dos orillas

I.
En el imaginario de los montevideanos, Buenos Aires ocupa un lugar similar al que los uruguayos del interior otorgan a Montevideo. Es sinónimo de bullicio, de vida cultural, de lugar grande y peligroso. En definitiva, es sinónimo de gran ciudad, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. Viajar a Buenos Aires siempre tiene algo de aventura, de excitación. En Buenos Aires hay una gran variedad de todo: de ropa, de espectáculos, de comidas, de libros, de gente (en particular, para los hombres, está llena de mujeres; evidentemente también está llena de hombres, pero nunca escuché a ninguna mujer resaltar este aspecto). También está el riesgo: el riesgo de ser asaltado, secuestrado, estafado, o simplemente chamuyado (el chamuyo forma parte de la esencia del porteño, y consiste en envolverlo todo con una palabrería florida que lo vuelve más atractivo de lo que sería sin ese adorno. En algún momento dedicaré una entrada a este tema). O el riesgo de perderse, de tomarse el subte equivocado, de agarrar para el lado contrario en la calle Florida (las primeras veces que vine me pasaba sistemáticamente: sobre todo cuando entraba a algún comercio, al salir arrancaba siempre a caminar en la dirección contraria, con lo cual en vez de avanzar volvía involuntariamente sobre mis pasos, a veces durante varias cuadras, hasta darme cuenta de mi error).




Buenos Aires es la "ciudad de las luces" de esta parte del mundo. Todo el tiempo están pasando cosas, y uno siempre tiene la sensación de estárselas perdiendo. La noche siempre es joven. Los barrios son infinitos, y es imposible recorrerlos todos. Cada uno tiene su propio centro, con shoppings (centros comerciales), cines, restoranes (restaurantes), pubs, tanguerías y demás.
Por todo esto, el montevideano contempla Buenos Aires con sensaciones encontradas. Con anhelo, admiración y deseo, pero también con recelo y desconfianza. El recelo es una mezcla de envidia hacia una ciudad que indiscutiblemente le da mil vueltas a la propia, de miedo y desconfianza hacia un lugar mucho más grande que lo que están acostumbrados a abarcar, y también de antipatía hacia los porteños. Para el gusto montevideano los porteños son ruidosos y prepotentes. Cuando viajan a Uruguay se comportan (según el sentir popular) como si estuvieran en una provincia simpática, como si fueran los dueños de todo. Y si no son los dueños, pueden serlo: esa actitud tuvo su pico durante la época del “uno a uno” menemista (cuando un peso argentino equivalía a un dólar), y queda ejemplificada en la frase: "qué lindo ____… ¿cuánto cuesta?" (el espacio en blanco puede llenarse con cualquier cosa: casa/restorán/monumento/lo que sea). 
En resumen, dicho con acento montevideano y tono despectivo, los porteños son… alegres.
Además se sabe que los porteños “nos roban” todo: el mate, el tango, Gardel, el asado, el dulce de leche, los futbolistas (ya no tanto: ahora nos los roban los europeos), las minas…  en fin: sin comentarios.
Atraídos por sus muchas cualidades, constantemente llegan a Buenos Aires personas de todas partes (del interior de Argentina, de otros países latinoamericanos, de Europa o de Extremo Oriente) a instalarse en la capital porteña. También uruguayos, por supuesto. Los uruguayos, como en todas partes, están pero no se ven. No se ven –no se nos ve–, como en otros lugares, porque somos pocos en relación a la población general y porque no formamos colectividades. Pero además, en Buenos Aires pasamos inadvertidos porque, mal que nos pese, somos bastante parecidos: tanto en el habla como en el comportamiento no son tantas las diferencias, y las pocas que hay se van limando rápidamente con el tiempo, a medida que uno se va integrando.
En todo caso, son unos cuantos los montevideanos que se ven tentados a dar el salto a la gran urbe. Al cabo del tiempo, sin embargo, se van dando cuenta de que todo ese lustro que sus ojos veían en Buenos Aires era una fina capa superficial. Las grandes avenidas que tanto nos impresionaban se convierten en ruidosos lugares de paso. Ya no resulta tan emocionante ir de compras por Florida, caminar por Corrientes o la 9 de Julio, cenar en Palermo o ir a ver un partido en La Bombonera. Esos nombres, que aun para el uruguayo más porteñófobo están cargados de fantasía, para el que vive acá son lugares comunes. Y uno que pensaba que iba a vivir metido en tiendas de ropa, librerías, restoranes y teatros, se da cuenta de que eso era cuando venía de turista por unos días, pero que cuando se vive acá son lujos que la gente se permite sólo de vez en cuando, cuando tiene tiempo, plata y ganas. Entonces empiezan a extrañar la tranquilidad de Montevideo, la sencillez de su gente, ir a tomar mate a la Rambla o encontrarse con los amigos en la calle por casualidad, en vez de tener que planear el encuentro agenda en mano y con un mes de antelación.


II.
Para los porteños, en cambio, Montevideo es símbolo de paz y tranquilidad, de lugar pintoresco, donde se puede ir caminando a casi todas partes, o a lo sumo viajar media hora en ómnibus, que encima en las horas pico parecen vacíos en comparación con los colectivos porteños. Les fascina la costumbre uruguaya de ir con el mate a todas partes, la presencia de los guardas en los ómnibus, la Rambla, la afabilidad y humildad de la gente, el candombe, los chivitos. Además, en Montevideo queda mucho más cerca la playa, los miles de quilómetros de playas, desde las urbanas de Montevideo hasta las paradisíacas de Rocha.




Así, muchos porteños se ven tentados a cruzar el charco e irse a vivir a Montevideo, la hermana menor, la Buenos Aires chiquita. Pero como es lógico, al cabo de un tiempo se dan cuenta de que esa “tranquilidad” montevideana que les resultaba relajante va adquiriendo una cualidad opresiva. La gente no camina tan apurada por la calle porque no hay nada para hacer, no hay un lugar al que llegar. Cuando uno intenta hacer algo, o necesita que le hagan un trabajo, se encuentra siempre con el “bueno, sí, para la semana que viene lo tengo”. El hecho de que sea una ciudad chica donde todo el mundo se conoce hace que los montevideanos se comporten siempre como si estuviera siendo observados, casi se puede decir que filmados. Nunca gritan, ni se visten de forma demasiado estridente: todos sus movimientos se ven atenazados por un permanente miedo al ridículo. Además, el trabajo escasea, con lo cual los afortunados que se hacen con un puesto mínimamente estable se aferran a él con uñas y dientes: por eso el montevideano más auténtico es el funcionario público.
Nada cambia jamás. El bar aquél donde te comiste aquél chivito hace veinte años, cuando viniste por primera vez de vacaciones, sigue estando en el mismo lugar. Es más: siguen estando las mismas mesas y sillas (cada vez más desvencijadas), los mismos suelos (cada vez más mugrientos), las mismas paredes (con la pintura cada vez más descascarada), y el mismo mozo (cada vez más viejo) te toma el pedido repitiendo los mismos chistes (que cada vez resultan menos divertidos). A veces hasta el propio chivito parece que hubiera sido cocinado hace veinte años.
Para colmo, después de muchas horas de charla, los amables y simpáticos montevideanos se van transformando en personajes oscuros. Su humor se vuelve cínico y destructivo; su simpatía se tiñe de amargura; su conversación se vuelca en la vida de los otros, oscilando entre la crítica y el chusmerío; y finalmente empiezan a quejarse amargamente de las limitaciones de su país, evocando con nostalgia lo que fue e imaginando entre suspiros de lo que pudo haber sido.
Ah, y la rambla es muy linda en verano... pero en invierno hace un frío de la puta madre, así que más vale no acercarse a menos de 3 cuadras.

III.
Así, los rioplatenses realmente sabios pronto descubren que hay que vivir en las dos ciudades al mismo tiempo. Que la algarabía de Buenos Aires pierde su brillo y se convierte en un barullo estresante si no se mecha periódicamente con la quietud de Montevideo –pero que, inversamente, esa paz aparente se vuelve opresiva y asfixiante si uno no se renueva periódicamente sumergiéndose en el pulso de Buenos Aires. Que así como el optimismo canchero que caracteriza al bonaerense es la cura perfecta para el derrotismo uruguayo, no hay mejor manera de bajarle los humos a un porteño prepotente que una buena dosis de cinismo montevideano.




Ahora bien, son contados los afortunados que consiguen armar su vida de forma de poder pasar el tiempo justo a cada lado del Río de la Plata. Cómo lo hacen es un misterio, un secreto bien guardado que permanecerá eternamente en manos de esos pocos elegidos.

El colectivo II: ¡bienvenido a bordo!

El viaje en colectivo es una experiencia compleja. Primero hay que conseguir suficientes monedas, cosa nada fácil en esta ciudad ya que, justamente por ser el único medio de pagar en los colectivos, nadie quiere desprenderse de ellas. Luego de localizada la parada del colectivo, hay que hacer cola al pie de la misma. Al principio me chocó esta costumbre, sobre todo porque no la había visto en ninguna otra parte del mundo. Sin embargo, pensándolo bien no me parece tan mala idea ya que evita peleas por ver quién sube primero (en el subte, en cambio, la lucha es encarnizada). Pero cuando viene el colectivo la cola invariablemente se desarma, porque los hombres dejan pasar primero a las mujeres, y los que quieren sentarse y tienen tiempo deciden esperar a que venga un colectivo más vacío (¿existirá esa quimera?), dejando pasar a los que están apurados por llegar.


Una vez arriba, hay que indicarle al conductor la tarifa que tiene que cobrar (o el destino, pero hacerlo implica demorar la cosa y recibir miradas de fastidio del conductor y los pasajeros de alrededor). Introducidas las monedas correspondientes en la máquina y obtenido el boleto, empieza la lucha para posicionarse en los lugares estratégicos –doy por sentado que el colectivo va lleno hasta el tope.

Un lugar aceptable es aquel que permita aferrarse de algo (una barra vertical o una de las asas que cuelgan), si puede ser con las dos manos, porque si uno no está bien agarrado será rápidamente impulsado a la colisión con los demás pasajeros, que protestarán con razón ante el atropello. A esta altura, el bondi ya estará surcando las calles a una velocidad de vértigo, que sin embargo no es para nada constante ya que a cada paso el colectivo frena, casi siempre de forma brusca, para detenerse en una parada, un semáforo o por tráfico lento, vuelve a acelerar o cambia repentinamente de carril (casi no hay carril bus, y si lo hay no se respeta por estar plagado de obstáculos que hay que sortear, como otros colectivos, autos mal estacionados, obras, etc.).

Si consiguió agarrarse bien, el pasajero deberá iniciar una lenta y tortuosa carrera hacia el fondo para dejar sitio a los que suban tras él. El chofer contribuye a esta tarea vociferando arengas como "¡un pasito más al fondo!" Ante lo cual la reacción lógica es mirar hacia la parte trasera, intentando atisbar un resquicio por donde meterse. Y aunque parezca que no cabe un alfiler, más vale abrirse paso como sea entre todos esos cuerpos, bolsos y mochilas –ya que, de no hacerlo, será empujado sin piedad por el tropel que viene atrás.

Pero tan altruista esfuerzo no quedará sin premio, ya que los mejores lugares están en la segunda mitad del coche. Al llegar a esa zona uno debe “marcar territorio” alrededor de un asiento, de forma que, si somos afortunados y el ocupante desciende, ganamos el inestimable privilegio de sentarnos.

Una vez sentado, uno –aunque jamás lo confesaría– se dedica a rezar fervientemente para que no se aproxime una persona mayor, una embarazada o alguien con un niño en brazos, lo cual nos obligaría a ceder el asiento. Pero esto genera una serie de dudas: ¿a partir de cuándo una señora pasa a ser una vieja y debemos cederle el asiento? Si una de estas personas está cerca, pero no tanto, ¿debemos hacerle señas para que se acerque y se siente o sólo si está junto al asiento en cuestión? Ahí inevitablemente entran en juego factores propios, como el grado de cansancio, el nivel de solidaridad que sentimos ese día o lo cargado que vaya el colectivo.

A todo esto seguramente ya habremos llegado a destino y hay que bajarse. No siempre es fácil, ya que hay que preverlo con tiempo suficiente para arrimarse a la puerta y tocar el timbre de solicitud de parada. Además, los colectivos abren la puerta en cualquier lado, y generalmente mucho antes de detenerse (los carteles que anuncian que “la puerta sólo se abrirá cuando la unidad circule a menos de 5km/h” son un chiste), con lo cual hay que elegir el momento justo para saltar, y al mismo tiempo asegurarse de que no hay ningún auto (coche) que aprovechando el espacio entre el colectivo y la vereda (acera) esté tratando de adelantarlo por la derecha.

En todo caso, viajar en un colectivo porteño resulta cualquier cosa antes que aburrido.